El lugar desde el que se elige abordar la violencia en México suele revelar claves para encontrar rutas que permitan salir de ella. Por ejemplo, en los trabajos de Juan Pablo González (La espera, 2016; Caballerango, 2018) existe una templanza y serenidad que elude la estridencia y crudeza, más que denunciar parece encontrar cierta gratificación en la representación de lo que se ha convertido en una autentica guerra civil, declarada por Felipe Calderon en los Dialogos por la Paz celebrados en el Castillo de Chapultepec en 2013. El cineasta Joshua Gil (La maldad, 2015) retrata en Sanctorum (2019) este conflicto partir de la confrontación entre el ejército y un grupo de recolectores de marihuana en la sierra de Oaxaca, replanteando un conflicto político a niveles cósmicos.
La película de Gil resulta anómala en el contexto de producciones recientes en México a través de la incorporación de lo folclórico y lo místico en un conflicto que ha sido reducido, en su mayoría, exclusivamente a lo político y social. Desde su primer plano, Gil contextualiza el problema que ha azotado a México durante más de una década a un nivel que lleva la tensión entre políticos, militares y civiles a lo apocalíptico, no en el sentido judeocristiano, sino dentro de las claves de la cosmogonía local, xoloitzcuintles incluidos.
Resulta inevitable pensar en el bello sincretismo de Mysterious Object at Noon (2000), de Apichatpong Weerasethakul; o los ecos a las preocupaciones y estilo de Alfredo Joskowicz (Crates, 1970; Meridiano 100, 1974), particularmente en el último acto de la película, una confrontación entre militares y cultivadores que es interrumpida por seres mitológicos, despertados por el exceso de sangre derramada y la desaparición de millares de cuerpos. La secuencia de un niño que busca a su madre se ve ahogada primero por la neblina y, cerca del final de la película, un copioso grupo de luciérnagas apunta hacia un agridulce sendero fuera de este problema: el encuentro en un plano cósmico distinto, la regeneración del cosmos a través de su distorsión. La horizontalidad del primer plano se vuelve vertical.
Sanctorum tiene más valor por la fuerza de varios de sus planos e ideas de forma individual que en su cohesión general, denotando problemas de ritmo aún con una duración por debajo de los 80 minutos, lo que hace que la contundencia de muchos de sus conceptos se diluya. Valiosa por los riesgos tomados y la relectura de un conflicto que también ha fatigado y lesionado al cine mexicano, Sanctorum podría parecer una obra pesimista, pero, en realidad, oculta la necesidad de vincularnos con una fuerza mucho más profunda y encontrar en medio de la incesante muerte, la vida que sigue brotando.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)