‘Eles não usam black-tie’: Brechas políticas

Es sabido que durante la década de los 60 el cine brasileño adoptó una postura política de férrea naturaleza que fue ensamblada con poesía y agudeza visual por un nutrido número de cineastas entre los que destacan Glauber Rocha, Joaquim Pedro Rodrigues o Nelson Pereira dos Santos. Las voces disidentes vieron los turbulentos cambios sufridos en la nación carioca de una “República Nova”, que fue de 1945 hasta 1964 para dar paso a una dictadura militar que habría de asolar los parajes brasileños hasta 1985.

El cineasta Leon Hirszman, quien ya había explorado el funesto porvenir brasileño en 1965 con su brillante parábola A Falecida, toma la obra del italiano Gianfrancesco Guarnieri para abordar problemáticas sociales que nunca habrán de ser perecederas en Latinoamérica, particularmente la pobreza, el hambre y la extinción de la disidencia política. El seminal filme de 1981, Eles nao usam black tie explora la historia de un líder sindical de la industria metalúrgica que está a punto de convocar a huelga por terribles condiciones laborales y que espera contar con el apoyo de su hijo, quien se rehusa a hacerlo por que su novia trae su domingo siete.

El mismo Guarneri supervisa la adaptación que hace Hirszman de su trabajo al interpretar al patriarca Otávio, quien estuviese preso tres años bajo el régimen militar, con un trabajo sólido que hace un bello contrapunto con la solvencia y grave presencia de la fenomenal actriz brasileña Fernanda Montenegro, que repite trabajo con Hirszman después de A Falecida, y quien interpreta a Romana, la esposa. Esta pareja vieja entabla un diálogo con el porvenir representado por el hijo, Tiao (Carlos Ricelli), y su novia encinta, dos generaciones de familias brasileñas que se enfrentan a un panorama que parece ser de eterna austeridad y de una decoloración gradual del discurso politizado no sólo en el cine brasileño, sino en el discurso social.

Eles não usam black-tie (1981) es un filme construido con inteligencia por Hirszman en su sutileza, su velado miserabilismo y la elegante texturización de su cuadro, reminiscente y deudor del Pasolini de Acattone (1961) o el Visconti de La terra trema (1948), sensibilidad que no explota lo fácil o lo radical. Los problemas que se ven en el filme persisten bajo las recientes administraciones brasileñas, aun con los paliativos de la popular política mediática de Lula Da Silva, cuyos baches comienzan a relucir a raíz de las manifestaciones actuales en Brasil por la celebración de la Copa Mundial de Futbol. La voz desplazada se coloca en su lugar original, quizá con menor fuerza, pero aún audible.

El cisma que el filme hace patente está en la concepción que se tiene de las problemáticas sociales y el peso que habrían de perder durante los últimos 25 o 30 años, uno en el que las batallas se libran en casa, como en la escena final del filme, donde la fúrica resignación encuentra un triste consuelo, moviendo granos de frijol lentamente a una olla. Hirszman le da un sonido claramente identificable a la pobreza.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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