‘El payaso del mal’: Maquillaje familiar

El nombre de Eli Roth dejó de significar calidad hace mucho (si es que alguna vez lo hizo), pero por alguna razón tal nombre y apellido siguen funcionando en las marquesinas como imán para los fans del terror. Aunque los fanáticos no necesiten de un pretexto, lo sabemos, ellos y ellas consumirán lo que llegue a sus ojos, manos y/o fauces; más en un país como el nuestro, donde la oferta, aunque en crecimiento, es escasa. Eli Roth produce El payaso del mal (Clown, 2014), cinta de terror que explora el tema de las transformaciones monstruosas, la posesión satánica y los payasos asesinos. Sí, una mezcla de elementos del género recurrentes en las últimas décadas, con toques de soft-gore, parodia y la sentencia moral-terrorífica que reza: ¿Quién puede matar a un niño?

Kent (Andy Powers) es un padre de familia común y corriente, habitante de los suburbios, con un trabajo simple, agente de bienes raíces, y una familia sencilla. Su esposa esconde un secreto en su vientre, su hijo es tierno pero exigente y el suegro lo aborrece. De pronto, Kent se encuentra frente a un problema que parece de lo más fácil de resolver, sin embargo, tal decisión lo llevará a perderse en un infierno que rompe con la paz y tranquilidad de su vida. El payaso que contrataron para la fiesta de cumpleaños de su hijo no podrá asistir. Él, el padre, como buen hombre de la casa, tendrá que solucionarlo. Decide ser él mismo la alegría de la fiesta, utilizando un viejo traje que encontró en una de las casas que arrienda. Dummo cobra vida, trae alegrías a su hijo, pero una desgracia total a Kent, que se dará cuenta de que el traje ha formado parte de su persona, su cuerpo y su alma.

Todo nace de una idea, y la idea central de Clown es una muy buena. Darle un giro a la figura del payaso, ícono que lo mismo ha causado diversión que miedo. Desde el caso real de Pogo the Clown hasta el ficticio clásico de Pennywise, del pagliaccio de Leoncavallo a Krusty de los Simpson, nuestra cultura popular está cubierta por la transformación que se le da al personaje, al cual se supone infantil, inocente e incapaz de provocar el mal. Por esto es que dotarlo de maldad, de blasfemia, arrancarlo de sus raíces para llevarlo al lado opuesto resulta atractivo, a la vez que repulsivo: el grotesco que enamora. Y así abre el filme, con shots de la imagen del personaje, con la idea de “los payasos me asustan” y con el contrapunto de la inocencia y la maldad latente, como si una y otra fueran ajenas.

La primera parte de la cinta resulta ser la mejor, insuperable, y que desgraciadamente no fructifica en algo de la misma calidad. La transformación que sufre el protagonista en un ser monstruoso. El hombre de familia que de pronto es un demonio comeniños. El sufrimiento moral, la disolución del American Way of Life y la premisa de que el mal está más cerca de lo que se cree. Está aquí un punto a destacar: el de las analogías. No me parece gratuito que en este punto la cinta gire en torno a un hombre de ciertas condiciones culturales, económicas y sociales, que de pronto comienza a sentir hambre de niños; sí, los desea, los busca, sufre por esa necesidad de tenerlos, devorarlos. Lo cruel del hombre real disfrazado de ficción caricaturesca. La lucha entre el hombre y el monstruo, un monstruo alegórico, moderno, que es cualquiera y está en donde menos lo esperas. Aquí se rompe un poco la cinta, y es necesario hablar de la segunda parte, menos lúcida, por puntuales problemas.

El monstruo ha vencido, el protagonista cambia: ahora es la esposa y madre Meg (Laura Allen) quien toma las riendas, decide ir en busca de su esposo, salvarlo de la maldición, sin importar lo que sacrifique. Y aquí una interrogante, ¿por qué una mujer estable, con un trabajo, una familia que la apoya, un hijo y otro por venir, de pronto, se da cuenta de que su esposo es lo más importante? Comprendo que el amor matrimonial no es algo superfluo, pero este personaje decide poner en juego su vida, la de su hijo, su moral y hasta su estabilidad emocional, por salvar a su hombre. El cine de terror casi siempre ha sido tachado de misógino y machista, y con estos asuntos no me resulta extraño. No afecta en demasía la cinta, pero sí causa un efecto negativo en el espectador, pues hay muy poca cohesión entre uno y otro; la identificación con los personajes es difícil.

Me parece saber por qué. De pronto esta cinta se volvió adulta, y no porque eso signifique sofisticación, madurez o mayor calidad. Lo que sucede es que el mal (demonio, ente, asesino) amenaza a una familia (madre, padre, hijo), amenaza la estabilidad, el statu quo deseado y deseable. “¿Dónde están ahora sus hijos?”, parece preguntar el filme, con varias tomas de niños solos, dejados a la intemperie, de padres irresponsables que no les prestan atención, dejándolos bajo el cuidado de los videojuegos, los vecinos o su propia compañía. Y no queda más que preguntarse: ¿dónde quedó el terror adolescente? ¿Dónde están los jóvenes calenturientos corriendo despavoridos después del pecado, o la niña poseída que pierde la inocencia? No es qué sólo ésta fórmula funcione, o sólo así puedan construirse buenas cosas, pero el target de la cinta entonces está equivocado, pues a menos que tengas esposa/o hijos/as no podrás sentirte identificado, amenazado y con el miedo latente que intenta escurrir de la pantalla. Por eso se cae la segunda parte, por la falta de unión entre lo que sucede dentro y fuera de la ficción. El objetivo de la protagonista, salvar a su marido, no pesa lo mismo que el de la primera parte, y no sirve por sí mismo. No busca su supervivencia, no está la amenaza sobre ella, está sobre terceros, entonces es fácil delegar esa responsabilidad y dejar a la cinta fluir sin sobresaltos; lástima que sea una cinta de horror y ese no sea su propósito.

El payaso del mal no es el film que cambiará el cine de género, ni siquiera lo mejor del año. Tampoco es una decepción, ni mucho menos desechable. El payaso del mal es difícil de calificar, pues sus momentos buenos y malos son iguales, sin inclinar la balanza. Un film así, medio, gris, austero, que se queda en la promesa.

Por Ali López (@al_lee1)

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