‘El niño y la bestia’: El camino del estudiante

Mucho se discute sobre cuál es el mejor medio para adquirir el aprendizaje necesario para manejar nuestras vidas. Si bien las circunstancias son las que guían hacia los caminos individuales, las decisiones son determinantes en cómo serán afrontados, dependientes en gran medida de la enseñanza en el entorno familiar.

En El niño y la bestia (Bakemono no Ko, 2015), el realizador japonés Mamoru Hosoda retoma la mencionada temática, la cual no está exenta en aparecer como el móvil principal del relato. Kumatetsu, un oso bestia experto en artes marciales, busca un discípulo en el mundo de los humanos con el fin de convertirse en el sucesor de El Gran Señor en el Reino de las Bestias. En las calles de la ciudad de Tokio conocerá a Ren, un niño huérfano resentido por la muerte de la madre, con quien formará un lazo de amistad.

La animación tradicional y digital, detallada en los entornos y en los combates a mano y con espadas, evocadoras al sello de Studio Ghibli y Hayao Miyazaki, remarca la bifurcación de los dos mundos, reflejando los comportamientos y reglas de cada una de sus sociedades: el perteneciente a las bestias, en tonos pastel, colorido, alegre, optimista, con connotaciones feudales, enfocado a la unión de especies; el de los humanos, resaltado por una metrópoli y cámaras de seguridad reiterando la monotonía, ira, pesimismo y apagado.

Similar al dilema romántico de La chica que saltaba a través del tiempo (Toki wo kakeru shojo, 2006), se entreteje el mundo de la fantasía y la realidad como el recurso de crecimiento para establecer la madurez. En este caso en la relación del rebelde Ren (Kyuta como el nombre otorgado para referirse como bestia) y el cascarrabias Kumatetsu, ambos aprendiendo uno del otro para evolucionar y superar sus defectos y adversidades. Así el primero adquiere fuerza física y redención individual, el segundo perfeccionando la desatinada técnica de combate, adquiriendo disciplina y paciencia.

Así, maestro y alumno, además de solidificar una relación padre e hijo capaz de llenar sus respectivas soledades, logran hallar afinidades que los ayuda a comprenderse mutuamente (la orfandad del niño y la impopularidad de la bestia ante sus congéneres), aspecto que posteriormente notan algunos habitantes de la aldea como el pintoresco simio Tatara, el admirado Iozen, rival de Kumatetsu en la sucesión y sus hijos, el vanidoso Ichirohiko y el leal Soshi, resaltando la excesiva convencionalidad de los personajes y del desarrollo de los acontecimientos.

Con esencia un tanto didáctica, Hosoda añade la aceptación de la oscuridad y el amor como ambivalencia del propio ser, así como el cuestionamiento de la identidad personal, reflejado en previos trabajos del japonés como Wolf Children (2012). Ren se debate en definir si vivir como bestia o humano, despertando un interés por recuperar su vida perdida con los de su especie tras conocer a la joven Kaede, añadiendo un poco de profundidad en sus posteriores acciones.   

Si bien el relato se enriquece del carisma de sus personajes, así como de la aleccionadora trama, se desvía un poco de su intención original, reiterando su temática al añadir una sobrada segunda rivalidad reflejada en la confrontación de discípulos y en crear un desenlace un tanto apresurado que rompe un poco con el intento en profundizar en su mensaje.

Con una cuidada técnica animada, El niño y la bestia es una amena y convenida propuesta de aceptación del origen, la evolución, el aprendizaje, la disciplina, el amor y los lazos familiares, típica de las historias de Mamoru Hosoda, un nombre que va abriéndose paso dentro de los terrenos de la animación japonesa.

Por Mariana Fernández (@mariana_ferfab)

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