El diablo entre las piernas: El ángel gris

De la cabeza a los pies,
estoy en sintonía con el amor.
Porque este es mi mundo. Y nada más.
Esto es lo que debo hacer.
Mi naturaleza es solo amar Y nada más.
Los hombres zumban a mi alrededor,
como polillas alrededor de la luz
Fragmento de Ich bin von kopf bis fuß auf liebe eingestellt,
de Der Blaue Engel (1930)

El gran cineasta vienés Josef Von Sternberg descubrió a finales de los años 20 a una joven Marlene Dietrich para protagonizar El ángel azul (Der Blaue Engel, 1930) y, posteriormente, moldear su figura. La leyenda popular afirma que Sternberg “creó” a Marlene Dietrich. La fantasía de control encumbrada por Pigmalión encontró un eco contundente en esa primera colaboración entre Sternberg y Dietrich: un viejo profesor (Emil Jannings) perdidamente enamorado de una joven cantante de cabaret (Dietrich) que ha de llevarlo a la total decadencia, la cual en los ojos del esteta vienés es profusa y generosa en su abigarrada belleza.

Esa misma cualidad se distiende, prácticamente desde el inicio, en El diablo entre las piernas (2019), de Arturo Ripstein, quien acompaña la secuencia de créditos iniciales con una de las canciones de la película de Sternberg. El fantasma, más que la sombra, de Der Blaue Engel posee al trabajo de Ripstein en el acercamiento a la lujuria, el deseo y su inexorable vinculación con la decadencia del cuerpo. Esta decadencia se resiente con mayor profundidad en el arrabal poético presente en las palabras de la guionista Paz Alicia Garciadiego, colaboradora clave de Ripstein desde hace ya varios años.

Beatriz (Silvia Pasquel) lleva registro de todas las vejaciones verbales de las que es víctima por parte de su marido (Alejandro Suárez), un viejo farmacólogo homeopático que tiene en su casa maniquíes y muñecas para uso clínico –un eco, quizá, de aquellos que con tanto celo cuidaba Alonso Echánove en Mentiras Piadosas (1988)–. El hombre, además, hace visitas frecuentes a su amante (Patricia Reyes Spíndola). Es alrededor de estos tres cuerpos que Ripstein construye una visión de decadencia orgánica, donde la sexualidad no es fuente de patetismo o ridículo, sino un acto profundamente melancólico. Aquí, coger y recordar se disfrutan tanto como duelen.

La fotografía de Alejandro Cantú acentúa el menguante tono muscular y la profundidad del gesto de cada uno de los actores, justamente para darles ese mismo tono lánguido que tienen las películas post expresionistas de inicios de los años 30, una filmografía rebosante de gestos y cuerpos que se notaban cansados por  la demandante exégesis de la expresión corporal, por ello la elección de actores asociados a una época específica de la televisión mexicana resulta no solo apta, sino justa.

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Como si la risa y el soso ingenio de El Simpatías se hubiese esfumado, los personajes por los que llegó a ser famoso Alejandro Suárez dan una densidad especial a sus colaboraciones con Ripstein en Las razones del corazón (2011) y El diablo entre las piernas. En La carabina de Ambrosio (1978-87) y Todo de todo (1991-1994), Suárez creó personajes de grandilocuencia gestual y celeridad verbal, a los que fácilmente se podría unir este viejo homeópata frustrado. Con la apariencia desaliñada del Telúrico, la hostilidad de Vulgarcito y la ceremoniosa pomposidad del poeta de La palabra canta, Suárez construye inadvertidamente una parodia de sí mismo a la que ha sustraído toda energía, solamente ha dejado amargura. Como bien se lo dice Beatriz: tú te llenaste de silencios y yo de rabia.

La amargura permea lo que hace Silvia Pasquel con Beatriz, usando como plataforma la elegancia heredada tanto de sus padres (Silvia Pinal y Rafael Banquells), como de los personajes que interpretó en telenovelas como El Manantial o Que pobres tan ricosSi serás dramera, le espeta el viejo–: mujeres que enfrentaban con resistente decoro el deterioro de su condición social. Para Beatriz todo se va apagando, igual que la fotografía de Cantú, excepto la necesidad del contacto con otro cuerpo –hasta tres en un día, como en otros tiempos–, del encuentro de los “diablos” que habitan la entrepierna esperando celebrar un solo “infierno”.

El trayecto que Ripstein y Garciadiego trazan de Dietrich a Pasquel –cuzca, no puta de esquina– se enriquece con el uso de un lenguaje tan florido que ayuda a hacer más evidente esa dramaturgia oculta y sórdida –aspirando siempre a la de su admirado Bertolt Brecht– en el cotidiano mexicano que el cineasta ha ido construyendo desde aquel majestuoso corrido del azar que fue El imperio de la fortuna (1987). En casi todas las películas de Ripstein, la mayor tragedia que pueden enfrentar sus personajes es osar ir más allá de ellos mismos, como da prueba de ello la épica familiar Principio y fin (1993).

La cámara se mueve casi siempre en paneos horizontales y cortes sutiles, como queriendo disimular los barrotes de esa celda edificada por el prejuicio, la moral y el odio, barrotes que se vuelven tiras del lustroso papel en el salón de baile donde Beatriz práctica sus sesiones de tango o las tiras del vestido y las fotografías de Beatriz recortadas por el viejo en uno de sus muchos arranques de virulento enojo, más bien provocado por su libido. Fuente de placer que obliga a los hombres a usar disfraces de “decencia”, como el del indignado danzante interpretado por Daniel Gimenez Cacho, o endurecer las penas de mujeres como la amante del viejo, quien reniega de sus emociones para destilar el goce, fracasando tan terriblemente como cualquiera.

¿Por qué el placer es tan trágico? Quizá porque es tan breve, abrumado por el tiempo, la penumbra y la fugacidad de la carne. Beatriz, a pesar del desgaste y erosión de sus viejas alas, usa su propia humillación para impulsarse a emprender un vuelo que únicamente alcanza a llegar al techo de un gris infierno.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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