Nuestra imagen de la infancia, acaso derivada de la de Wordsworth y sus invocaciones de una niñez bucólica donde el asombro es la reacción inmediata ante el mundo, no es falsa, pero sí incompleta. Absorber la experiencia de la realidad implica no sólo aceptar, sino sobre todo no negar; mirar cuanto nos gratifica y cuanto nos daña y encontrar en la constante descompensación de nuestras vidas la dualidad que genera los absolutos. Ante la necesidad de mostrar la infancia que eludimos, la que duele, Nuria Ibáñez nos confronta desde la primera imagen de El cuarto desnudo (2013) con el niño en sufrimiento: un niño se arranca el cabello de una manera lenta pero sostenida, rítmica como la locura. El documental de Ibáñez nos posee con la conmoción y el horror de unas niñeces donde lo cotidiano no son la paleta o el juguete, sino la angustia y el miedo.
Ibáñez sitúa su cámara justo a un lado de los psiquiatras que atienden 11 casos representativos de más de 120 que filmó para la película en hospitales públicos para captar solamente a los niños. El rostro de esta infancia desterrada de la felicidad protagoniza un marco casi estático que no necesita de iluminación expresionista, de maquillaje exagerado o de histrionismo alguno para roernos el ánimo; solamente requiere de la realidad más despreciada para situar a la audiencia en nuestro cómodo contexto y a los niños lejos de nosotros, en un patíbulo de abuso, locura, dolor, incomprensión y desesperación.
Para el niño, el mundo es un bosque gigante de acero y cristal, de impresiones enormes que lo hacen sentir diminuto, pero mientras que en la mayoría esta desproporción se relaciona a la inmadurez y al tamaño físico, para algunos de los niños que muestra Ibáñez la vida es una intemperie de hostilidades que distorsiona la visión. Una niña bonita se siente fea porque no se le ve la clavícula en la piel. El insulto que más le duele es “gorda”. Otros niños se cortan para sentir alivio ante el rechazo o para llamar la atención; otra se intenta suicidar; de otra se burlan los policías que la rescatan de un secuestro, como los ocasionalmente despreciables oficiales de Poilissía (2012), de Maïwennn. En El cuarto desnudo no vemos ni a los agresores ni sus pecados, pero los resultados son testamento de la inhumanidad que guía a un niño hacia la autodestrucción.
Ibáñez incluso nos critica a nosotros, que podríamos juzgar a los niños cuando describen sus malos comportamientos como maleducados. Sus propios padres los acusan con los médicos. Sin embargo, cuando el orden narrativo se revierte, Ibáñez nos muestra qué clase de hogares llevan a un niño al consultorio de un psiquiatra. Del grito al golpe que lo provoca, la directora bloquea la insensibilidad y nos advierte, sin ser juiciosa, de los peligros que conlleva aquel refugio idealizado para la infancia: la familia. Ya Luis Buñuel había explorado esta responsabilidad en Los olvidados (1950), cuando un funcionario sermonea a la madre de Pedro (Alfonso Mejía) y le explica la razón por la que los niños se convierten en ladrones, estafadores y asesinos: “No les dan amor”.
Pero Ibáñez no hace generalizaciones en su edición. No todos los padres usan aquel tono humillante que avergüenza y enfurece a los niños y que nos explica las raíces de sus temores y sus inseguridades. Mírelo, doctor, cómo se pone. La madre de un jovencito bisexual hace un acto de amor que Ibáñez captura en toda su conmovedora esencia: romper con sus tradiciones. Para esta mujer, la sexualidad no es una vía maleable hacia la realización orgásmica, sino una costumbre presumiblemente católica: los niños con las niñas. “No me importa”, le dice al psiquiatra y a su hijo, “yo lo amo”. Para un estadounidense este reconocimiento es un anacronismo; para los mexicanos es la excomunión. Ibáñez, acaso de manera inesperada para sí misma, descubre en el consultorio una identidad nacional que encuentra en la ternura la debilidad y en la apertura una insoportable “rajada”, como lo explicara Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Para el mexicano, desacostumbrado al diván del psicólogo y educado en su mayoría en el pueblo y el campo, los estudios de la mente y sus enfermedades son comodidades, y la homosexualidad merece un nombre más místico: sodomía. El mexicano no “raja”.
El documental de Ibáñez funciona como un estudio social pero deliberadamente evita la noción misma de ser un examen. El estilo impresionista denota no una búsqueda de claridad o por resolver las discusiones, sino de abrirlas para que los espectadores las cierren. Tampoco se trata de un prisma donde la subjetividad se adueñe de las imágenes. Ibáñez ha creado una especie de haiku donde el hecho en pantalla es definitivo, pero la problemática de la cual deriva no. Sólo hay una respuesta, la más difícil de todas, a los conflictos que El cuarto desnudo nos muestra. Un niño la resume en una trinidad de deseos: que se junten mis papás; que mi hermano me quiera; que nos queramos todos. Uno en tres, el amor puede reparar los daños de la separación, la violencia y la pobreza. Sin embargo, ¿quién ama con el estómago vacío?
Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)