‘El crimen del Cácaro Gumaro’: El engaño populachero

Don Toribio (Eduardo Manzano) es dueño del único cine de Ciudad Güépez, llamado Linterna Mujica. Después de un accidente, sus dos hijos regresan al pueblo para escuchar la última voluntad de su difunto padre. El mayor, Archimboldo (Alejandro Calva), hereda la casa familiar, llena de deudas e hipotecas; el pequeño, Gumaro (Carlos Corona), se queda con el cine. Así se desata una guerra fratricida por el control del legado de su padre.

En una de sus más célebres canciones, José Alfredo Jiménez decía que era ”orgullo haber nacido en el barrio más humilde, alejado del bullicio de la falsa sociedad.” Para hacer corto el cuento, para él era motivo de honra ser parte del pueblo. En su tercer largometraje, El crimen del Cácaro Gumaro (2014), el director Emilio Portes (Conozca la cabeza de Juan PérezPastorela) aplica una mentalidad similar: el guión, los personajes, los efectos especiales, la dirección, todo tiene un toque de baño de pueblo, con la intención de hacerlo entretenido y cercano a la gente.

Hay un empeño por regresar/imitar a la comedia más populachera de los años 70 y 80, una moda que comenzaron cintas como Nosotros los nobles (2013) y No se aceptan devoluciones (2013) –aunque comenzaron su preproducción hace algunos años, son curiosos sus vasos comunicantes–. Sin embargo, éstas trataron de actualizar sus temas, de traerlos al presente. El crimen del Cácaro Gumaro no. Portes y sus coguionistas (Andrés Bustamante “El Güiri Güiri” y Armando Vega-Gil) se quedaron atorados en el tiempo.

El punto más flaco de su trabajo es ese: pensar que la fórmula del cine popular de antaño se mantiene válida hoy día. Por supuesto, actualmente hay corrientes revisionistas que encuentran puntos positivos en el trabajo del “Caballo” Rojas, Alfonso Zayas, la India María o las sexycomedias. Son grandes ejemplos de su tiempo, no del nuestro.

El crimen del Cácaro Gumaro está estructurada a base de puntadas; la regla es el pitorreo, el sketch y la parodia/sátira –muchas veces sin contundencia–, donde lo último que importa es el ritmo. Las tres voces en el argumento se machucan y atropellan, como si se tratara de una clásica secuencia de Los tres chiflados tratando de cruzar una puerta al mismo tiempo.

La combinación de talento parece ideal en el papel; no resulta así en la pantalla. Algo parecido sucede con muchos de los chistes o las referencias –hasta A platicar a su casa alcanza a colarse. Es posible imaginar a los involucrados emocionados por el material y que nunca les pasó por la cabeza una sala de cine enmudecida por la poca pericia en la ejecución.

Tratar de entretener al pueblo no es pecado –al contrario, no todo pueden ser festivales de cine internacional con películas coreanas sin subtítulos, polarizantes ejercicios de autor o retratos del vacío existencial–; pretender engañarlo, sí lo es.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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