Mi inclinación por la pantalla grande y la sala oscura se dio cuando tenía cerca de siete años, estamos hablando de finales de los ochenta, principios de los noventa. Mi familia era de recursos limitados y gustos no afines a los míos, por lo que ver cine sólo fue una práctica común desde entonces. En casa había reglas claras para llevar a alguien al cine, fácil: una mi hermano, una yo, una él, a la siguiente iba yo. Me perdí Los Gremlins, pero ver las tres partes de Las Tortugas Ninja fue todo un acontecimiento en mi vida, mi hermano vio Los blancos no saben saltar y yo Jurassic Park y así sucesivamente.

Pero con el tiempo, el hambre de cine crece, a la par de uno, sus fetiches, adicciones y manías. Para mi suerte, mi madre trabajaba en la ENEP (hoy FES) Aragón, que además quedaba a media hora de camino de nuestra casa.  La solución a las ganas de película para con el bolsillo de mi madre fue pedirle favor al personal de vigilancia (compañeros de trabajo) del auditorio de la ENEP, para que me dejara entrar gratis a ver una función de cine cada que hubiera oportunidad.

Al principio, el asunto no fue para nada sencillo: me ponía unas aburridas de campeonato, me quedaba dormido, no les entendía o no alcanzaba a leer los subtítulos, etc. Durante la Muestra Internacional de Cine de los 90, mi cultura se abrió a otras latitudes con el cine alemán, de Medio Oriente, la cachondería elegante de los franceses, la tristeza y miseria del Nuevo Cine Mexicano, lo parco y fuerte del cine ruso, entre otros exponentes del cine mundial

El auditorio José Vasconcelos, alias “El Elefante“, digamos que fue el cine que alimentó mi afición de forma gratuita por cerca de ocho o nueve años más, cuando ya iba con boleto pagado y por pie propio, aunque con un gran descuento, en el que acababa pagando entre doce y quince pesos por función. Durante toda la secundaria y buena parte de mi preparatoria, el José Vasconcelos representó cerca del 80% del cine que veía.

El auditorio tenía un encanto formidable, ya que es un teatro de grandes proporciones (caben más de mil personas), con escaleras amplias para llegar a su interior, alfombrado y con paredes de madera para guardar la acústica. Resta decir que nunca en mi vida he visto ese auditorio lleno por una proyección de película.

Con el tiempo, y pese a que ya consumía cine en otros formatos y en otras salas (incluyendo las sedes alternas de la UNAM y el IPN), el auditorio de la ENEP seguía siendo “mi casa del cine” por mucho tiempo más, ya que corrí con la buena suerte de quedarme en ese plantel a estudiar mi carrera, de tal modo que el foro que me acogió para ver las obras de Ripstein, Greenaway y Coppola, también fue el escenario de conferencias, conciertos y mi ceremonia de fin de generación.

Hay recuerdos muy especiales de las veces que vi cine en el José Vasconcelos, que, pese a su pésimo sonido y deficiente pero guerrero proyector, fue una suerte de Cineteca Nacional no sólo para su estudiantado, sino para mucha gente del nororiente de la ciudad y las fronteras con el Estado de México, que eran adeptas al cine de autor y/o de arte (cualquier cosa que eso signifique).

Recuerdo una sala con ocho personas en el 2000, intentando soportar Crónica de un Desayuno, de Benjamín Cann, la cual se convertiría para siempre en mi película mexicana favorita de todos los tiempos. Recuerdo también haber visto la brasileña Ciudad de Dios, así como ciclos de cine expresionista o clásicos de Chaplin.

En el José Vasconcelos, un compañero le mentó la madre a la pantalla a media Batalla en el Cielo, de Reygadas, vi las lágrimas de dos que tres maestros con la crudeza de Haneke, y respiré el aroma a cerveza de la última función del viernes, donde alguna vez proyectaron Barfly y la hermosísima Luna Papa.

En 2006 dejé de tener descuento de estudiante en el José Vasconcelos, mi madre se jubiló y yo terminé la carrera. Abandoné un poco el cine de arte en las salas grandes y me metí de lleno a consumir DVD, con algunas visitas esporádicas a la Cineteca Nacional, muchas salas comerciales y uno que otro foro alterno o cineclub.

Hay cines que son especiales para mucha gente por diversas razones, para mí, el José Vasconcelos de la FES Aragón es el lugar donde aprendí a tener paciencia con lo que desconocía en pantalla para después leer mejor, fue el sitio donde alguna vez se me ocurrió que podría contar historias, y que me empujó a tomar un par de cursos sobre cuento y cine al lado de mi hermano.

La nostalgia me hizo regresar al José Vasconcelos, cuatro años después de no haber culminado la escuela. En noviembre de 2010 me di una vuelta para ver en el marco de la 52 Muestra Internacional de Cine, Tetro, de Francis Ford Coppola. No sé si fue el blanco y negro nostálgico de Coppola, que vi a mi escuela y el cine que me forjó a la distancia, lo cierto es que disfruté mucho y supe que ese espacio seguiría mientras la UNAM no deje de existir. Es más probable que la Muestra Internacional tenga otro nombre, a que El Elefante deje de pasar películas con bocinas inapropiadas. Por alguna extraña razón recordé Cinema Paraíso, de Tornatore.

Sin ánimo de sonar a viejo prematuro, resta decir que ciertas cosas se vuelven más entrañables debido a su contexto: antes no había un frenesí de festivales de cine con abono incluido, no existían las grandes cadenas comerciales de cine ni salas VIP, incluso he pensado que no me gustan las palomitas de maíz en el cine, sencillamente porque en mi cine de cabecera no había tales.

Ahora, el cine José Vasconcelos ya no me queda a media hora de distancia, no se me antoja ir a ver una película con pésimo audio y desenfocada. Es increíble con qué presteza uno le da la espalda a su pasado. Aunque no sé, quizás la próxima Muestra traiga algo que valga la pena ver en el viejo Elefante.

Por Ricardo Pineda (@RAikA83)

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