El árbol de la vida: Hijos de gracia y naturaleza

Cuando El árbol de la vida (The Tree of Life, 2010), de Terrence Malick, se estrenó en Cannes, la reacción de la crítica se dividió, atendiendo a una de las tradiciones favoritas del festival: una orquesta disonante de la que se puede escoger una armonía o la otra, el abucheo o las palmas, entre las cuales no hay posibilidad de conciliación.

Este ingrediente no es el que gana Palmas de Oro, sino el que anuncia la posibilidad de obtener una; la controversia refleja siempre un fuerte impacto, pero en este caso no se encuentra en el sexo explícito o la violencia, sino en la cantidad de verdad. Tras una carrera basada en hacer preguntas, Terrence Malick triunfó en Cannes con una cinta que ofrece respuestas.

La reflexión en los voice overs de Malick suele basarse, como la de Ishmael, el narrador de Moby-Dick, en la metafísica: los personajes preguntan al vacío sobre las emociones y la conducta humana; la respuesta es el silencio. La espiritualidad y el ser; las relaciones con otros humanos y el mundo natural recurren en estas sesiones de narración filosófica, sobrepuestas en montajes que contrastan la vida natural y la acción del hombre. Carl Sagan toca a la puerta, sobre todo en El árbol de la vida.

Si en La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) o en El nuevo mundo (The New World, 2005) la relación entre los documentales del cosmólogo  y el estilo del recluido estadunidense parecían tener algo en común, en la última cinta de Malick la división se borra por completo, pues en esencia es un documento sobre la vida misma.

Al narrar el origen, desarrollo y muerte del universo, Malick hace un paralelo con la existencia de un hombre (Sean Penn, en una aparición relativamente breve pero brillante). La diferencia es inexistente. El hombre es la naturaleza, pero también la gracia; de los dos, asegura la madre (Jessica Chastain), proviene la humanidad, pero cada individuo debe escoger un camino.

La dulce y compasiva Chastain y un inolvidable y brutal Brad Pitt encarnan arquetipos del padre y la madre;  la gracia y la naturaleza, respectivamente, recordándonos la dicotomía de los sargentos de Pelotón (Platoon, 1986). Al igual que en la cinta bélica de Oliver Stone, ambos tratan de criar a sus hijos desde su respectivo enfoque. “Madre, padre: ustedes siempre están luchando dentro de mí”, concluye el hijo.

La cinta suena relativamente simple, sin embargo, la ejecución no lo es, ya que su enfoque a la narración es temático, no anecdótico: no hay historia para relatar, sólo desarrollo de carácter, tanto del hijo como de la Tierra. Buena parte del principio del filme se concentra, de hecho, en mostrar a nuestro planeta creciendo, desde la formación de sus espacios naturales hasta el auge de los dinosaurios.

Este paralelo nos confirma la estrecha relación entre el hombre y su entorno natural según Malick; de hecho son uno y por ello su proceso de vida es exactamente igual. Malick, sin embargo, no nos prohíbe la psicología en los personajes, pues al ser uno  el hombre y la Tierra, no hay alegoría, sino paralelo.

Es fascinante ver interactuar a los arquetipos del padre, la madre y los hijos, uno —el que crecerá para ser interpretado por Penn— orientado hacia la brutalidad y la conducta regida por la selección natural y el otro tímidamente atraído por el perdón y la virtud. Conductas freudianas como los celos a un nuevo hermano o el amor edípico a la madre y el también edípico rencor al padre son parte de este espectáculo de la maduración, que dividirá a los espectadores, dependiendo de cuál de los caminos propuestos por la cinta hayan escogido.

Esta decisión de simpatía se complica porque Malick no juzga —aunque castiga a la naturaleza, prefiriendo desde el principio a la gracia— ni distorsiona el carácter de sus personajes. Aun cuando muestran vulnerabilidad y fuerza alternadamente, el padre y la madre no cambian en su esencia; son los hijos los que están en un periodo de definición.

El proceso de aprendizaje y desarrollo es seguido desde la infancia hasta la madurez, paso por paso y, visualmente, la trayectoria de la Tierra es sublime como escasos poemas visuales antes vistos. Las hermosas supernovas  evocan inmediatamente a 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968 ), de Stanley Kubrick, y a Solaris (1972), de Andrei Tarkovsky, tal vez las más bellas cintas de ciencia ficción que se hayan hecho.

Por otra parte, el viaje de los niños es impetuoso, complejo. Fotografiada brillantemente por Emmanuel Lubezki, incluso con tomas de cabeza que exaltan la confusión de crecer, esta parte de la narrativa es fragmentaria, feroz en ritmo, aunque contemplativa, y ávida de paciencia. La recompensa de descifrar los pensamientos, sueños y recuerdos del personaje de Penn son enormes, tanto como el identificarse, o no, con los roles de cada personaje.

Estos papeles, por supuesto, no tendrían vida alguna de no ser por el destacado reparto, sobre todo el joven Hunter McCracken, sin cuya participación el filme no tendría la fuerza que se sostiene, también,  gracias a la hipnótica banda sonora de Alexandre Desplat y la monumental edición de Hank Corwin, Jay Rabinowitz, Daniel Rezende, Billy Weber y Mark Yoshikawa.

Por primera vez, la estructura de un filme de Malick nos brinda respuestas de acuerdo con el enfoque filosófico del cineasta, inclinado hacia Martin Heidegger. Esta obra maestra cumple con hermanar al hombre con su entorno, pero, sobre todo, establece la conexión que nos enlazará en la eternidad, como lo muestra la elegíaca conclusión del filme: Todos somos hijos de la naturaleza y la gracia y, por tanto, hermanos. Dependiendo del camino que escojamos, deberemos proteger o ser protegidos, pero ante todo, convivir.

Por Alonso Díaz de la Vega

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