Editorial: La destructiva catarsis

La obsesión por ver nuestro mundo destruido parece responder a una repentina desaparición de todo aquello que nos preocupa en una desproporcionada ola de destrucción y erosión. El apocalipsis nos asusta pero nos atrae, un masoquista placer con el cual el cine nos ayuda a fantasear e incluso materializar. El apocalipsis es la excusa perfecta del cobarde: representa el fin de los miedos y ansiedades generados por el mundo contemporáneo y además ofrece un espectáculo único: el caos.

Cuando vemos una película que juguetea con esta idea, sea uno de los bombásticos espectáculos de Roland Emmerich como 2012 o el Día después de mañana, hasta una visión más personal e “íntima”, como las visiones apocalípticas de Abel Ferrara o Lars Von Trier, somos testigos de la destrucción de símbolos colectivos, la explosión de sentimiento, el anhelo del fin y la desesperanza ante la negación de un nuevo comienzo.

El cine como proveedor de fantasías nutre este anhelo de destrucción, que Freud llamaría pulsaciones de muerte, de diferentes maneras, sea exaltando la supervivencia humana o acentuando la impotencia del ser humano ante su propia destrucción como manera de justificar la fatalidad presente en nuestras vidas. Sea un pretexto para destruir Nueva York, epitome del urbanismo, hacer un derroche millonario en efectos especiales o presentar un rimbombante discurso sobre la miseria humana, el fin del mundo, concebido desde cualquier dogma o ideología, es una oportunidad perfecta para ver satisfecha esta pulsión de muerte inofensivamente.

Señales del fin del mundo hay demasiadas, desde el duro golpe de un fenómeno climático a una enorme urbe hasta la edición de un disco homenaje de Reik a Mercurio y Magneto. Cosas que enfrían la espina de tal manera que el cine aprovecha la oportunidad para generar espectadores de manera gratuita empujados por el miedo y la curiosidad a presenciar el espectáculo ficticio de su propia muerte, una muerte en colectivo, anónima y rápida. Basta con recordar la fiebre destructiva de mediados de los 90 con Twister, El pico de Dante, Volcano, Armaggedon e Impacto profundo ante el miedo latente de un prematuro apocalipsis en el 2000, cuando lo único realmente apocalíptico que sucedió en el 2000 fue el ascenso al estrellato de Natalia Lafourcade.

No es solamente la naturaleza la que amenaza constantemente con llevar a cabo su vendetta contra la tierra, está la desaparición a manos de zombies en 28 Days Later, por enfermedades imaginarias o reales en Blindness o Contagion, por la amenaza nuclear que aterrorizó al  mundo occidental en los 60 como dan testimonio obras tan geniales y dispares como Dr. Strangelove de Kubrick, Fail-Safe de Lumet y War Games de Peter Watkins, pasando por el fin de la capacidad de generar vida en Children of Men hasta la revolución de los micos en Rise of the Planet of the Apes.

No sabemos cuándo llegará ni cual será nuestra reacción si es que efectivamente se da en nuestro tiempo, lo único que se puede garantizar es que estará desprovisto del drama y protagonismo patriotero de un vulgar blockbuster hollywoodense ni que tendrá la “potencia emocional y dramática” de una personal e íntima visión europeizada; tampoco nuestros sueños y fantasías más terribles se verán concretados y los grandes íconos del mundo desparecerán sin duda, pero lo que es seguro es que no lo presenciaremos: la muerte sólo resulta espectacular para el auditorio, y cuando éste no existe, no hay más que el fin, oscuro y breve. La estatua de la libertad caerá pero no estaremos presentes para verlo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

Te invitamos a checar todo nuestro especial dedicado al fin de los tiempos:

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