Dos territorios del cine mexicano

La hibridación entre géneros ha sido una marca distintiva durante los últimos veinte años en el panorama cinematográfico en México y ganando un poder tan significativo que no ha mermado la ficción, al contrario, la ha potenciado. Testimonios de ese poder han quedado registrados en imágenes que no buscan ni pretenden alcanzar una verdad objetiva, sino que ceden al artificio inherente de la realidad filtrada por diferentes dispositivos y formatos, tanto tecnológicos como narrativos, como si cada lugar y persona mereciera su propio mecanismo más que someterse a uno en específico.

Esa misma relación se encuentra al interior de varías de las películas que componen el programa mexicano de DA Films, una colaboración creativa de siete festivales documentales europeos, entre los que destacan CPH: DOX, FIDMarseille y Visions du Réel. Ésta tiene como objetivo la difusión y promoción del cine documental en el mundo a través de una plataforma de visionado. La selección de este panorama mexicano pareciera no buscar definir al país a través de sus películas, sino tocar puntos perfectamente delimitados por un horizonte temático. No estamos ante la pretendida precisión de una radiografía, sino ante la más artesanal y rudimentaria cartografía, cuyas imprecisiones permiten encontrar belleza en cada uno de sus trazos.

Desde el maquillaje que se aplica Coral en Quebranto (2013) para sostener su identidad o aquella que defiende ferozmente Pedro en El remolino (2016), hasta el velo que usa el “protagonista” de Sicario cuarto 164 (2010) para ocultar la suya, las películas que forman parte de este programa buscan incansablemente desechar esa ficticia frontera que separa los géneros cinematográficos. Se encuentra lo lírico en la aspereza visual de una película como Ruinas tu reino (2017), lo íntimo deviene mitológico en M (2018), los espacios cotidianos recuperan su aura icónica en Tlatelolco (2011). La cámara presente en estas obras no funge como testigo, sino como una especie de mago, muy similar al que Orson Welles encarna en F for Fake (1974), es decir, una presencia que convierte lo que filma en un sofisticado artificio, uno que no aspira a ninguna certeza, sino a ser coherente a su condición esquiva, como el humo que es visible durante poco tiempo antes de desvanecerse.

Dicha alquimia permea los glaciares que se ven en Rocas en forma de viento (2017) y sus turistas que también podrían haber registrado las postales citadinas de corridas de toros, pirámides y acuarios que componen México (1992), película que funge como una especie de corolario al presentar una visión del país que contrasta la promesa de modernidad con su estrepitoso fracaso, uno que permite al mismo tiempo la existencia de los espacios que una película como El verano de Goliath (2011) explora, específicamente en los dos territorios en los que colisionan un país ficticio y un país real, muchas de las veces indistinguibles el uno del otro, pero que a través de la fecundidad lograda en el transcurso de los últimos diez años, logra algo más significativo que la mera conquista. Como en el melancólico documental del viejo arte circense La cuerda floja (2009), un funambulista no conquista el aire, sino que logra, a través del equilibrio entre la cuerda y el vacío, dar la ilusión de que dos territorios diferentes son uno solo: uno que desafía lo que creemos y que tiene como evidencia lo que vemos.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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