FICUNAM | De repente, el paraíso y la comedia lejana

Quizá las mejores comedias son las que encuentran en cada uno de sus planos la esperanza que únicamente el pesimismo puede otorgar. La esencia cómica parece yacer en una contradicción, pensemos en Charles Chaplin, Buster Keaton, Jacques Tati o Pierre Étaix, nombres a los que suele aludir el trabajo del cineasta palestino Elia Suleiman, quien, sin pretenderlo, usa el gag de una forma similar a aquellos titanes: como una fuente inesperada de lucidez. Sin embargo, Suleiman, a diferencia de estos agudos cómicos, casi siempre permanece inmóvil y con semblante impávido, mientras que el mundo que habita se mueve de forma rítmicamente glacial, como si fuesen nubes.

El principio de De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, 2019) presenta una imagen del mundo a través de tres ciudades enlazadas por Suleiman gracias a la búsqueda de financiamiento para su nueva película –la que estamos viendo– y que comparten una violencia latente, tan velada que hasta parece transparente. El prólogo de la película presenta una procesión encabezada por un sacerdote ortodoxo que al llegar a la puerta de la Iglesia (un “paraíso” metafórico) se encuentra con una resistencia: quién está dentro, no abrirá. Ese momento encuentra cierta resonancia cuando, más adelante en la película, una pequeña ave entra en el estudio parisino en el que Suleiman escribe el guión y lo interrumpe varias ocasiones hasta ser expulsada de nuevo al cielo. De repente, el paraíso es una película sobre esperas inútiles y expulsiones gentiles en un entorno que ha depositado su esperanza en la violencia.

En Nazaret, ciudad de residencia del director, París y Nueva York, la película se estructura alrededor de tensiones en las que él mismo participa como testigo o componente. Desde un vecino que cortésmente roba la fruta de sus árboles, un encuentro con un intimidante hombre (Gregoire Colin) en el metro de París o una conferencia rodeada de jóvenes disfrazados de animales, Suleiman propone una inversión de La comedia humana, de Balzac, no pretendiendo mostrar un retrato comprehensivo de la sociedad contemporánea, sino su desbordamiento y transformación en sátira de si misma.

Este aspecto queda patente en la manera que De repente, el paraíso presenta la militarización de la sociedad como una fuente de involuntaria hilaridad y de escalofriante vigencia. Antes de que la película salga de Palestina, el cineasta va manejando su automóvil cuando lo alcanza otro que es conducido por dos jóvenes miembros del ejercito que están intercambiando lentes de sol. La intimidad del gesto entre los soldados desaparece cuando el auto gana un poco de velocidad y revela que en el asiento trasero va una joven con los ojos vendados.

Un horror mudo prevalece a partir de este momento, el preludio a la forma en que la milicia opera en una ciudad como París –en la visión de Suleiman se asemeja más a un pueblo fantasma– o la manera en la que las armas de fuego son un accesorio tan cotidiano, como un abrigo o un paraguas, en Nueva York. Dicho horror termina de enmudecer cuando Suleiman tiene una reunión con un productor francés que, comentando sobre el proyecto que quiere financiar, le dice que no es lo suficientemente palestino, o cuando menos no responde a la idea de “Palestina” que el mundo necesita construir. La multiculturalidad es una mala broma y los “ciudadanos del mundo” sus bufones más patéticos.

La condición de “ciudadano del mundo” es ridiculizada por Suleiman particularmente en la forma en que su condición de “palestino” lo convierte en objeto de exotismo y tipificación, no muy diferente a la experiencia de su amigo Gael García Bernal, ambos comparten una pequeña escena en una recepción donde el actor mexicano se queja amargamente de un nuevo proyecto sobre la Conquista de México en el que los españoles hablan perfecto inglés. A más de 40 años de distancia de la mítica Playtime (1967), de Tati, donde se profetizaba que el contacto humano se perdería ante la hegemonía de la similitud y el inminente dominio de la tecnología, Suleiman no plantea una profecía sino una regresión. La idea del “progreso” es el gag más absurdo de todos.

En De repente, el paraíso la comedia se basa en la distancia (de las acciones o los planos) y no funciona para aliviar la tensión sino para incrementarla hasta encontrar la catarsis en una sonrisa, gesto que difícilmente vemos en Keaton, Tati, Étaix, Chaplin o el mismo Suleiman, cuya solemnidad y parsimonia ante las situaciones más absurdas nos hacen pensar que el paraíso es más tangible mientras más lejos estamos de él.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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