Cara bonita, exquisita estupidez

La cuestión del peso de la existencia se ve diluida ante la belleza. Ya sea que resalte en la naturaleza o en un rostro entre la maleza de la vida moderna, esta cualidad nos inspira ante las grietas de nuestras ciudades  y el vacío de nuestras vidas, expuesto en este siglo por las telecomunicaciones. La estética, entonces, aligera la vida y, por lo mismo, se presenta como una contradicción entre la imaginería y los densos temas absurdistas en El extranjero (Lo straniero, 1967), de Luchino Visconti.

Quizás influenciado por el rol en la producción de Dino De Laurentiis (King Kong, 1976), Visconti crea una paradoja al embellecer innecesariamente al protagonista de la novela del mismo nombre, de Albert Camus. Mientras el ganador del Nobel se preocupó por representar en su narrador, Meursault, a un hombre vacío para quien la vida es un desfile de sucesos carentes de sentido ante la muerte, el director italiano le da una humanidad innecesaria a quien debería comportarse como una idea, mediante el hermoso y gentil Marcello Mastroianni (, 1963).

La actuación de quien fuera el histrión italiano más reconocido de su tiempo, junto con ciertos añadidos en el guión del director y sus colaboradores, Suso Cecchi d’Amico (Ladrones de bicilcetas, 1948), Georges Conchon y Emmanuel Roblès —impuesto por la viuda de Camus—, le da vida y humanidad a un personaje que no las requería. Un hombre que inicia su relato preguntándose si “Mamá murió hoy, o tal vez ayer, no estoy seguro”, no puede sonreír como lo hace Mastroianni.

El actor, sin embargo, no puede ser culpado enteramente, pues el Meursault que él interpreta es coherente en sus gestos, aunque desentona con el mundo interno, sacrificado ante la exigencia de los Camus de mantener la narrativa intacta. Estas presiones limitaron la expresión de las ideas del novelista y filósofo y nos dejaron con una narrativa simple y ambigua.

La novela original no se manejaba a un nivel de acción dramática, tanto como de discurso retórico/narrativo, es decir, las ideas se expresaban mediante las palabras de Meursault, no mediante sus acciones, salvo, quizás, por el climático asesinato de un árabe, cuya motivación, de hecho, se explica mediante discurso. Este artefacto, por supuesto, no puede ser trasladado al cine, pues dependería de un voice over de 4 horas y, al ser la anécdota la principal preocupación, las ideas, inevitablemente, se perdieron.

El resultado es lo que Visconti calificó como su peor película, pero hay que remontarse al aforismo de François Truffaut, “no existen malas películas, sino malos directores”, para reconocer los elementos destacables de una cinta inferior del gran director italiano.

La iluminación, por ejemplo, es literalmente sensacional, pues, al igual que en la novela, el calor y la luz tienen un papel central, como los únicos elementos capaces de comunicar a Meursault con una sensación, al menos, física. La fotografía, a pesar de una velocidad bruta que evoca los zoom ins en videos musicales de los 60, tiende a resaltar con una cualidad novelística las pequeñas acciones que revelan artefactos de trama y el carácter del protagonista, como una cajetilla de cigarros o una sonrisa de la bella Anna Karina (Pierrot el loco, 1965).

El trabajo histriónico de los personajes que rodean a Meursault es impecable, pues la alegre Marie es encarnada fielmente por Karina, al igual que el violento y cínico Raymond, interpretado por un satisfactorio Georges Géret, quien evoca su rol en Diario de una recamarera (Le journal d’une femme de chambre, 1964), de Luis Buñuel.

No hay duda de que Visconti se siente constreñido en esta cinta, de la cual parece no tener control alguno —la historia dice que, incluso, trató de zafarse del proyecto—, pero es relevante verla por el interés de saber lo que implica una adaptación letra por letra de una obra que se concibió para ser leída y descubrir las importantes diferencias entre el lenguaje cinematográfico y el literario que, aunque íntimamente relacionados —más incluso que el teatro y el cine—, no pueden compararse cuando se trata de la adaptación de una novela de ideas, razón que llevó a Stanley Kubrick a reescribir Lolita, de Vladimir Nabokov.

Pero sobre todo, El extraño es prueba de la obvia insolubilidad entre las expectativas que conlleva un actor de fama internacional, y el logro artístico de una película. Más bien, como en este caso, una elección de casting basada en un alto perfil en la industria puede causar que el producto final atraiga a las masas, pero las regrese a casa con el mismo vacío con que llegaron al cine, como quien no disfrutó de los manjares de una exquisita cena.

Por Alonso Díaz de la Vega

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