‘Cafarnaúm’ y el divorcio de la dignidad

Los problemas del mundo son de sobra conocidos, pero quizá ninguno es tan envilecido como la pobreza, a los ojos de la política actual, el origen de todos los males. Denunciar la pobreza suele limitarse a verla como una condición “natural” que debe de ser superada a través de la intervención de un sistema que percibe su tarea como noble, pero ignora que ha contribuido más a las causas que a la solución. Desconocemos si Nadine Labaki peca de ingenua o cínica con Cafarnaúm, la ciudad olvidada (Capharnaüm, 2018), una película de “buenas intenciones” cuya denuncia se percibe más como un abominable acto de vanidad y de enfurecedora hipocresía.

La película es protagonizada por Zain (Zain Al Rafea) que interpreta a un niño libanés de 12 años que demanda a sus padres por el “crimen” de haberlo traído a este mundo. Tras abandonar a sus padres y sufrir más que Victoria Ruffo en horario estelar, Zain conoce a una joven migrante etíope cuyo bebé Yonas es dejado a su cuidado. Ahora ambos deberán enfrentarse a un mundo terrible, cruel, vil, profundamente inmoral y que alberga hasta el más oscuro de los pecados.

Nadine Labaki había demostrado una mano capaz como cineasta en películas como Et maintenant on va ou? (2011) o Caramel (2007), que a pesar de sus virtudes no estaban desprovistas de evidentes carencias en su lectura de complejos problemas sociopolíticos. Cafarnaúm no es la excepción en ese sentido y es, además, abominablemente vanidosa, Labaki se coloca en uno de los roles clave al interpretar a la abogada representante de Zain en el juicio de divorcio de sus padres. Un juicio en el que el crimen no es la negligencia, sino la pobreza.

A lo largo de las dos horas de película, Cacanaúmperdón, Cafarnaúm expone a sus dos protagonistas a una cadena tremendista de eventos que tienen como finalidad demostrar que el tercer mundo es la cuna de la maldad del mundo, ignorando por completo la responsabilidad que ostentan también las élites y la complacencia que aplaude la “valentía” y “corazón” de esta película. Un clamor que busca expiar culpas a través del llanto, hacer sentir, aunque sea por dos horas, “la dureza de la realidad”, como una vulgar atracción de feria.

La riqueza y la pobreza son amorales, la responsabilidad de todo lo que aqueja a los menos favorecidos y a los marginales se relaciona con problemas estructurales, cuya solución esta mucho más allá de “erradicar la pobreza”. La película de Labaki ignora que la virtud no es una cuestión de privilegio, sino de dignidad.

El crítico y cineasta Jacques Rivette exaltó en su conocido texto De la abyección, la bajeza moral de un plano en Kapóde Gillo Pontecorvo, al reencuadrar el cadáver de una mujer (Emanuelle Riva) que se suicida en un campo de concentración, discutiendo la moralidad de un travelling. En Cafarnaúm, la abyección no radica en algo cinematográfico sino en una construcción caótica del mundo que únicamente deja santos y demonios, distinguibles el uno del otro por su educación, su vestimenta y sus costumbres. La infamia de Cafarnaúm, más que un movimiento de cámara, es convertir la carestía y el hambre en una experiencia lista para ser consumida en una tullida butaca que purifica la conciencia. Ante una película como Cafarnaúm es más digna la rabia que un despreciable y efímero llanto y si algo nos ha quedado claro ante los recientes eventos en el mundo, es que la sobreabundancia de recursos puede ser todo, menos heroica.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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