Pienso, luego existo. La diferencia entre un ser humano y un animal es el pensamiento complejo, la noción de existencia y creación. Siento y sé que siento, por lo tanto soy real. ¿Es capaz una máquina de saber su lugar en el universo? ¿Puede tener conciencia de su existir? En el cuento La última pregunta, Isaac Asimov se cuestiona si llegará un momento en que ser humano e inteligencia artificial se unan hasta ser uno mismo y tomen el lugar divino del creador.

La primera secuencia de Autómata (2014) muestra a un hombre observando un androide; la máquina parece estar reparándose. El cuadro le produce temor y dispara; una cabeza de metal rueda por el piso. En otro punto de la ciudad, el agente de seguros Jacq Vaucan (Antonio Banderas) investiga un reporte de un supuesto robot asesino de perros, un obvio fraude porque todos los androides se rigen por dos leyes inapelables: no lastimar a un ser humano y no infringir daños en su propia estructura. Dos actos disímiles con un mismo trasfondo: el miedo a la máquina. Jacq será enviado a investigar por qué un robot comenzó a repararse. ¿Quién lo dotó de conciencia?

Como en un film noir clásico, nuestro personaje principal toma el papel de detective mientras cuestiona la razón de su vida y una femme fatale es el motor de su búsqueda, en este caso una androide llamada Cleo. Autómata es en su centro un compendio de algunas de las ideas de Isaac Asimov respecto a la robótica y el transhumanismo, donde se cuestiona si la inteligencia artificial puede ser más humana que nuestra sociedad, de Yo, robot a Las bóvedas de acero, pasando por la segunda trilogía de la Fundación. Dichas ideas hermanan a la película con la pirotécnica propuesta de Chappie (2015), en la que Neil Blookamp disparaba preguntas similares al frenético ritmo de Die Antwoord.

Asimismo, Gabe Ibáñez, el director, parece estar mamando de las propuestas, tanto cinematográficas como literarias, de Blade Runner (1982), y separándose del distópico futuro de las series Terminator (1984-2015) y The Matrix (1999-2003). Aquí la disputa no es sobre si las máquinas son mejores o no que los humanos, porque su ausencia de temor ante lo desconocido les da una clara ventaja. Ibáñez se inclina a cuestionarse cuál será nuestro papel una vez que nuestras creaciones nos rebasen. Si Dios fue rebajado a un concepto y nada más, ¿por qué no habríamos de sufrir un destino similar?

En su segundo largometraje, Ibáñez demuestra tener buen ojo detrás de la cámara y ambición temática; sin embargo, como la arena en la anhelada playa de Vaucan y en el abrasador desierto del último acto, las ideas se diluyen poco a poco y se escurren entre los dedos porque son transformadas en sentimientos. No hay la fría lógica de un robot sino un corazón que bombea cálida sangre y melodrama.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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