Dicen que The Master (Estados Unidos, 2012) es una película imperdible y fantástica —ya lo señaló el reconocido diario The Guardian como la mejor del 2012— y hago todo lo posible por verla. Al mirarla quedo decepcionado. La cinta de Paul Thomas Anderson es una más de esas producciones monumentales, digna de ocupar la transmisión de ese Súper Tazón fílmico en el que se entrega el codiciado Oscar, donde hay diálogos excepcionales de personajes encarnados por perfumados actores y actrices mientras un conductor de tele engominado y con traje de noche nos va traduciendo cada una de sus palabras, incluyendo comentarios sabihondos al clásico juego Jeopardy!

En The Master la bestialidad del personaje principal, un vagabundo encarnado por Joaquin Phoenix, es magnífica y sorprendente, pero a mí esas historias de hombres indomables que al tiempo por las enseñanzas del teacher se convierten en admirables seres humanos medianamente racionales me parecen absolutamente pretenciosas —con moraleja diluida—.

No así el filme Michael Haneke, uno que ya de por sí pesa cuando vemos la palabra ‘amor’ en la pantalla de cine, y no, no es ese amor utópico pregonado por algún trovador citadino, es la dura y cruel versión del amor, de uno que tiene un grado de locura —¿o quién en su sano juicio puede pensar que el amor entre dos personas al final de sus días termina con palabras dulces y actos bondadosos? Después del fallecimiento del ser amado llega la razón, la nostalgia, la oquedad. Muerto el perro se acabó la rabia—.

El amor con el tiempo se deteriora, dice Haneke, pero eso nos hace continuar con la persona ¿hasta el final o hasta que la muerte nos separe? En el fondo Haneke muestra que esa enfermedad llamada con dulzura ‘amor’ no tiene cura. Que un director de cine de esos tamaños titule a una de sus películas Amor (Francia-Alemania-Austria, 2012) es porque estamos frente a una obra que intenta expresar algo verdaderamente importante.

The Master y Amour van en sentidos opuestos. La primera muestra la típica historia del hombre que vence su miedos y se somete al deber ser. En la segunda observamos cómo la yerba de los años enseña la parte más siniestra de aquello que resumimos en una palabra, en la que se supone que todo es bello y armonioso. Haneke deja sembrada en el espectador una o varias preguntas; Anderson intenta darle un calmante preciosista al espectador para su impaciencia de un domingo por la tarde, cumpliendo con esa cuota que las parejas bien acomodadas realizan para saberse siempre bien amadas y que, al proferir esa palabra con palomitas a lado, creen que todo cambia, que todo florece. No es suficiente.

En el amor también anidan las partes más oscuras y enfermas del ser humano. En el amor se ocultan las cosas más terribles que sólo los amantes pueden entender. Así de contradictorio. Por lo que si el espectador quiere ver enseñanzas de “una organización basada en la fe” ahí tienen a “el maestro” (con el consumado actor Philip Seymour Hoffman a la Tom Hanks), pero si realmente quieren cuestionarse sobre qué es el amor, ahí tienen a Haneke habitando su película con el actor Jean-Louis Trintignant y la actriz Emmanuelle Riva, quienes interpretan al matrimonio de dos músicos viejos que viven su últimos días entre melodías de Schubert, Beethoven, Bach y Busoni.

Por José Antonio Monterrosas (@jamonterrosas)

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