Es difícil mirar la cartelera y no encontrar un panorama desolador. Hollywood y los distribuidores exhiben muchas porquerías seguros de que el público seguirá llenando salas por mero acto reflejo. No es que el cinéfilo pueda y deba vivir sin churros, son parte del negocio y necesarios para el desempance, además de que tampoco se trata de ver siempre cine de arte. Así muchas cintas quedan condenadas al circuito de alternativo, lejos del gran público.
Cada vez son menos los fenómenos de boca en boca en nuestra cartelera, ante la premura de proyectar el siguiente chasco hollywoodense. Amigos (Intouchables, 2011) es la demostración de que los espectadores no sólo buscan explosiones, persecuciones, chistes de flatulencias, desnudez y hombres en ajustadas mallas. No por nada ha logrado mantenerse más de 5 semanas en taquilla, soportando los embates de Ted, Resident Evil 5: Renuncia Calderón, Los Indestructibles, Abraham Lincoln: cazador de Vampiros, etc.
Tampoco es que la premisa de Amigos sea innovadora. Un francés ricachón y amargado, Philippe (François Cluzet), debido a un accidente está paralizado del cuello para abajo y se ve en la necesidad de contratar un enfermero. Sobra decir que ninguno dura en el cargo ante el carácter de Philippe. En ese momento entra Driss (Omar Sy), un desparpajado e irresponsable inmigrante africano -como abundan en Francia-. Driss vendrá a cambiar la vida de su contratante, al grado de que éste tendrá un segundo aire.
La cualidad más importante de Intouchables es su franqueza, la forma en que los directores Olivier Nakache y Eric Toledano cuentan la historia es tan sincera que no importa que sea un cliché. Lo disfrutas.
Al alejarse del melodrama, que hubiera sido lo más sencillo con una historia como la de Philippe, y acercarse a la comedia logran dar una lección sobre el amor a la vida. Comparen con Mar adentro (2004) de Alejandro Amenábar y verán la diferencia.
La química que tienen en pantalla Cluzet y Sy es uno de los grandes aciertos de la cinta y resulta un paliativo a lo que bien podría ser una serie de viñetas: Philippe y Driss van a la opera, usan un parapente, contratan prostitutas, van de shopping.
El carisma que emana resulta un punto de empatía muy fuerte, se necesitaría tener un hoyo negro por corazón para no esbozar una sonrisa. Algunos bien podrían tachar la trama de cursi y no estarían equivocados, aunque eso no demerita lo logrado por Nakache y Toledano.
Una de las escenas claves es cuando nuestros protagonistas visitan una galería de arte. Philippe es un amante de las buenas pinturas y al ser un aristócrata tiene toda la educación necesaria para apreciar como arte lo que no es otra cosa que una mancha de pintura roja en un lienzo, Driss es, obviamente, un iletrado y no puede creer que alguien pague miles de euros por un objeto como ese.
Parece decir que el ‘arte’ está sobrevalorado. Más vale disfrutar un cliché bien contado que pasar el verano con Goliat o rodeado por toneladas de vacíos efectos especiales.
Por Rafael Paz (@pazespa), publicado en El Financiero.
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