Abuelito dime tú: Miyazaki, el desgaste del chiste

“No hay eunuco que halague su propia bulla más vergonzosamente ni que busque por medios más infames estimular su hastiado apetito, para ganar algún favor que el eunuco de la industria”.
Billy Lee (William Burroughs).

El cine es un universo vasto y riquísimo; variado, al cual se le ven además desde diferentes puntos de vista y posiciones: están los críticos especializados, la visión de gente que hace cine, cinéfilos observadores y exigentes, y fans. Muchos fans. Acólitos desmedidos y pasionales con un poder de pueblo dictador inconmensurable. Son ellos y sólo ellos los que respaldan las máximas sobre qué es el cine más importante de todos los tiempos. Son los críticos y los fans los que validan al pasar de los años que cosas como El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) sea la mejor cinta de todos los tiempos y las demás sean “cuestión de apreciación”. Las convenciones y las excepciones siempre han existido.

El japonés Hayao Miyazaki es una prueba fehaciente de lo arriba expuesto. El director de Mi vecino Totoro (Totoro Tonari no Totoro, 1988), La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997) y Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008) es una presencia innegable en la cultura popular de casi todo el orbe, algo que sólo en casos especiales sucede con tanto aliento y desarrollo estético. Si Miyazaki tiene un lugar consagrado dentro de la tradición fílmica universal se debe, en buena medida, a que ha confeccionado tenazmente una voz única en términos artísticos, orquestando un universo fantástico, onírico y colorido que genera la entrega unánime de un público masivo, incondicional y religiosamente fiel que le aplaude todas y cada una de sus películas. Es ese mismo público el que te ven feo cuando te atreves a decir que un grueso de la obra del Miyazaki es francamente insufrible e innecesario.  

De verdad, cuánta vanidad alberga un artista como para estimar que toda su obra debe ser vista (sí, esto a Miyazaki y a sus fans les tiene sin cuidado, no se apuren). Como consumidor de cine, siempre me la pienso dos veces al ver una filmografía muy vasta; detrás de una producción cinematográfica muy prolífica, como la de Miyazaki, hay algo que me inquieta sobremanera: el exceso, la repetición, la cantidad apabullante y el regodeo ensalzado bajo un halo de “hacer las cosas por gusto”.

Es innegable que con el paso de los años un artista, el que sea, desarrolla signos y lenguajes para entremezclarlos y crear un cosmos propio, una paleta de elementos que será la impronta personal con la que será recordado. Ese lenguaje, si bien en el caso del director de El castillo en el cielo (Tenkû no shiro Rapyuta, 1986) es amplio, prominentemente bello y atractivo, también es finito y eventualmente se repite chocosamente, cansa; se alimenta de sí mismo y con la repetición de sus elementos devela algunos de los elementos más básicos de su “magia” cinematográfica.

Hayao Miyazaki es un artista que posee un abanico estético precioso y maravilloso: sus monstruos, referencias míticas y licencias creativas son elementos que disfruto más en estático, en muñecos y en afiches como obra gráfica, que en el desarrollo de las historias que cuenta para la pantalla grande. Él mismo lo sabe: sus amenazas de retiro han sido prueba de ese reconocimiento de sus propios límites creativos, de la edad avanzada y del desgaste “natural” que implica estar inmerso en una industria que te pide siempre más de lo mismo todo el tiempo. La lana.

En ese sentido, su más reciente película Se levanta el viento (Kaze tachinu, 2013), que tuvo una recaudación envidiable de aproximadamente 150 millones de dólares, parece respaldar ese mame desmedido por parte de un público que poco habla de sus lagunas narrativas, de sus mensajes excesivamente sentimentaloides y de sus enseñanzas positivas recargadísimas en la fantasía y la pureza del corazón. El bien, siempre el bien (y los premios también). Para quien esto escribe, esa profundidad estética lograda a lo largo de décadas, palidece al enfrentarse a la sobreexposición de sus elementos hasta la saciedad. Es esa autorreferencia y masturbación incesante del ego la que choca tanto a algunos que sabemos que sí, Miyazaki tiene películas fenomenales, pero que las aseveraciones que lo posicionan como un mesías cinematográfico son las que dan al traste; es la alineación mental exacerbada de sus acólitos y la religiosidad acrítica e inmediata la que denota una pérdida de rigor para con el artista al que aman. Los fans piden más fantasías, monitos e historias felices y ensoñadoras. Su confección y reiteración han perfilado a Miyazaki más como un hombre de negocios, un viejo lobo industrial, que como un artista con inquietudes creativas con más “carnita” y arriesgue. Sí, Miyazaki es lo que es y punto, pero…

Quizás es uno muy severo y espera algo de Miyazaki que por naturaleza no tiene, o no le interesa poseer, como quizá sea una mayor madurez en el tono de sus películas o una variante sustancial de sus historias, escudándose recurrentemente en el mundo infantil y onírico de sus personajes para matizar analogías sensibleras y muchas veces francamente flojonas. Viento, castillos, sueños, sonrisotas, arquetipos de gran aporte ético y un “ver la vida desde otra perspectiva”: veamos la guerra como un sueño emocionante en Se levanta el cielo, ah no, perdón; es la aviación, la aventura y la belleza de la vida lo que hay que ver y apreciar sin aspavientos. Con que uno salga de esa línea de observación basta para que se le tilde a uno de amargado, injusto e intolerante.

No me extraña el gusto mediático y reconocimiento farandulero hacia Miyazaki. Culturalmente eso sucede irremediablemente desde hace mucho tiempo: la sobrevaloración de una figura por encima del aporte de su obra parece ser el sino de las industrias del entretenimiento, no un tema de riqueza y diversidad de lenguajes cinematográficos. Lo que llama la atención es ese gusto desmedido que suelta un “awww” antes que un “meh”; es ese echarle porras a alguien que pudo haber cortado cartucho desde hace ya algunos años.

Se levanta el viento parece ser, ahora sí, el “bello” adiós de Miyazaki que lo alejará de la producción cinematográfica. Ojalá el tiempo y los fans maduren esa devoción arrebatada y pongan las cuatro o cinco obras de mejor calibre del director japonés en el lugar que se merecen. Que Heidi perdone al abuelito, no yo.  

Por Ricardo Pineda (@RAikA83)