Perhaps wars weren’t won anymore. Maybe they went on forever.
Maybe it was another Hundred Years’ War
E. Hemingway, A Farewell to Arms

La duración de la guerra es incierta incluso si se puede hablar de fechas y períodos delimitados cronológicamente, el estado de la misma parece ser permanente o eterno, cuando menos esa es la sensación que permea en A Farewell to Arms (1932), la adaptación que el cineasta Frank Borzage realizó de la novela homónima de Ernest Hemingway sobre un soldado conductor de ambulancias (Gary Cooper) y una enfermera (Helen Hayes) inician un romance durante la Primera Guerra Mundial en Italia, extendiendo los alcances de lo bélico al plano afectivo.

Igual que en otras películas de Borzage –como The Mortal Storm (1940), Disputed Passage (1939) o Hearts Divided (1936), cada una de las cuales aborda una guerra particular en un país particular–, su adaptación de las viscerales letras de Hemingway encuentra un inusitado espacio para la belleza, incluso en un contexto tan sombrío como el de la guerra. Borzage filma aquello de lo que está compuesto lo bélico: penumbras, polvo, fuego y estruendos, no buscando la belleza en la misma, sino su articulación y lo que la distingue de otros espacios físicos, por que en el terreno emocional, la película parece apuntar a que el campo de batalla también es un terreno sumamente fértil para el amor. Como le dice Helen Hayes a Gary Cooper: estamos destinados a encontrarnos en la oscuridad.

En el contexto de Farewell to Arms, el culto a Ares, el dios de la guerra, es reemplazado por el cuidado de una imagen de San Antonio, permitiendo encontrar los puntos más luminosos del acto bélico. Para tal efecto, Borzage desliza la cámara en paneos suaves, movimientos cadenciosos que contrarrestan el vértigo de la batalla y la pasional prisa de la destrucción que surge de las letras de Hemingway. Nada podría ser atroz en una película de Borzage, a excepción de los sentimientos de los personajes, quizá lo más sagrado para los personajes, incluso sobre los uniformes de soldado o enfermera.

Los temas sagrados no son buenos para los soldados, dice Rinaldi (el gran Adolphe Menjou), quien pretendiendo proteger a Frederic (Cooper) del amor que pudiera distraerlo de su deber patriótico, censura la correspondencia entre éste y Catherine (Hayes), pero lo que consigue es darle a la relación una dimensión trágica, abiertamente operística, que se refuerza en el extraordinario final de la película, musicalizado por Wagner y su Tristán e Isolda. Esta particular sincronía de música, letra e imagen pareciera afirmar con contundencia que las batallas más duras de la guerra no se libran entre ejércitos, sino entre dos personas separadas por ellos. La única forma de despedirse de las armas es hacer que las guerras no acaben. En la visión de Hemingway, filmada por Borzage, es la única forma en la que el amor llega a ser, al mismo tiempo, el más terrible desastre y la más gloriosa victoria.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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