El caso de un cineasta como Jerry Schatzberg (ganador de la codiciada Palma de Oro en 1973 por la bucólica Scarecrows) en el panorama de la industria cinematográfica estadounidense resulta una triste recurrencia: la de un auténtico autor sepultado por un despiadado sistema de estudios, renuente a participar en las condiciones impuestas y sin la convocatoria en taquilla suficiente para garantizar esa extraña incidencia conocida como “libertad creativa”, de la cual gozan muy pocos en Hollywood. Al igual que Michael Cimino (The Deer Hunter, 1979; Gates of Heaven, 1980), William Friedkin (The Exorcist, 1973; Sorcerer, 1977) o el finado Hal Ashby (Harold & Maude, 1971), la filmografía de Schatzberg despuntó durante la era del New Hollywood (profusamente documentada por Peter Biskind en su clásico libro Easy Riders, Raging Bulls) y, una vez terminada, se vio truncada.
Iniciando su carrera como fotógrafo en la prestigiosa revista de modas Vogue y otros medios como Squire, Schatzberg tomó aquel glamoroso escenario para realizar su opera prima en 1970, un sofisticadamente fragmentado filme sobre la fragilidad femenina titulado Puzzle of a Downfall Child en el que la arrebatadora Faye Dunaway —en ese entonces, pareja del cineasta— interpreta a la modelo Lou Andreas Sand, quien alguna vez fuera muy famosa y que ahora trata de reconstruir en su memoria de aquellos días de aterciopeladas glorias, basándose en turbulentos pasajes de la vida de la controvertida modelo Anne Sainte Marie, quien puso a Schatzberg en su lista negra de gente con la que no volvería a trabajar, pasaje reproducido en el filme.
El filósofo y teórico francés Gilles Lipovetsky decía en El imperio de lo efímero que la moda es un fenómeno definido por una temporalidad breve y virajes casi aleatorios que son capaces de afectar distintos ámbitos de la vida colectiva y quizá, añadiría, la vida personal de quienes fungen como medios de ese lenguaje efímero: los modelos. En el filme de Schatzberg esa volatilidad de la que Lipovetsky habla se convierte en la problemática central de Lou, con un énfasis particular en lo que el francés llama “un instrumento de liberación del culto estético del Yo”, pero en el caso de Lou, hablamos de un Yo fragmentado, unificado por los diseños de Balenciaga, Dior o Saint Laurent.
Schatzberg hace uso prodigioso del vestuario para acentuar la fragmentada crisis de Lou y la lucha por descifrar un enigma que nunca existió: su propia identidad. Jugando con los recursos del lenguaje cinematográfico a través de montaje y una refinada composición, hay un momento agudísimo en el que Lou se mira en un espejo después de haber comenzado a ser desechada y perder su vigencia como perecedero fashion. El espejo le devuelve una distorsión impresionista que evoca los trabajos de pintores como Francis Bacon o Chaim Soutine, un cuerpo desfigurado y un rostro deformado por cruel narcisismo y aberrante vanidad.
Aunque pudiera parecer un cine meramente formalista, la disección hecha por Schatzberg en su fascinante debut debe mucho a su trabajo en la fotografía, equiparable a la calidad estética del gran Richard Avedon, especialmente en la atención al detalle, una minuciosa y rigurosa composición de cuadro y sobre todo una inteligente observación y captura de sus sujetos, en este caso, arrebatadoras modelos, que se convierten en maniquíes y que, como tales, carecen de alma y solamente nos devuelven una mirada muerta. Lo que Schatzberg hace bellamente es armar un rompecabezas que no existe.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)
Los invitamos a revisar nuestra cobertura del 13° Festival Internacional de Cine de Morelia.