No parecen existir maneras de reinventar o crear algo que parezca remotamente nuevo en el lenguaje cinematográfico, que ya rebasó sus primeros 100 años de existencia. Incluso muchos han declarado enfáticamente su muerte, su implosión, denunciado su podredumbre y desechado su más reciente artilugio para atraer incautos: el 3D. Se necesita de una radical reinvención para restaurar la esperanza de quien piensa que la perpetua infantilización del medio habrá de destruirlo, aunque sea a través de complejos balbuceos.
En su más reciente, y presuntamente último filme, la octogenaria leyenda franco suiza Jean-Luc Godard se despide del cine como medio expresivo a través de una brutal descomposición del lenguaje para presentar un ensamblaje modernista del mismo. La historia, si es que se empeña en buscar alguna, va de una pareja en crisis y un perro perdido que llega a sus vidas con densas disertaciones encima, uno de esos canes que sí llegó a ser chico universitario.
Godard divide su filme en dos partes que no tienen un orden o estructura definidos y que pueden ser intercambiables de acuerdo con la vía discursiva que el espectador decida tomar: uno es la naturaleza y el otro la metáfora. Tomando ambos elementos como dos primeros planos, Godard añade una tercera dimensión que hace la fusión de naturaleza y metáfora algo tangible en el ojo de un perplejo espectador, creando una imagen artificialmente orgánica que es capaz de mutar, jugar y desconcertar al tiempo que la pista sonora va variando en volumen, generando una experiencia envolvente que no sólo atañe a lo físico, atacando el intelecto con una enorme lista de referencias.
Donde el cine en 3D “tradicional” lanza objetos a la pantalla para generar una sensación de “realidad” en el espectador, Godard nos ataca con innumerables citas literarias, fílmicas y musicales que incluyen a Beckett, Solzhenitsyn, Dostoeivski, Sibelius, Mozart, Chaikovski, Hawks, Lang o Cocteau, que son conectadas por el discurso deconstructivo de Godard, descontextualizado y resignificado bajo una lógica que quizá sólo él pueda entender a profundidad, pero que sin duda pone a críticos y teóricos en un frenético ejercicio de interpretación y decodificación. El mundo de Godard, así como lo conciben los cherokees, es un bosque en el que es muy fácil perderse, incluso para los exploradores que se jactan de ser más experimentados o bien duchos.
Adiós al lenguaje (Adieu au Langage, 2014) es un filme que persigue la perplejidad, que pinta y recrea aquello “que no se ve”, una experiencia libre de convenciones narrativas en el que pensar se iguala a defecar como el célebre pensador de Rodin. Muchos espectadores encontrarán este nuevo trabajo como algo terriblemente críptico e indescifrable, pero Godard parece verlo de una manera mucho más simple al afirmar llanamente que la imagen representa el asesinato del presente. Godard es el asesino más inocente, como el niño que mira las nubes encontrando figuras o ideas que quizá nadie más vea, pero que incitan despedirse de las limitaciones del lenguaje y solamente mirar.
JJ Negrete (@jjnegretec)