Gran parte de la historia del conocimiento ha tratado de definir la physis humana. Creación divina, gradación de ser, evolucionismo, racionalismo, reconocimiento en el otro, tiempo y memoria son algunas de las más relevantes. Para poder dar un sentido a la existencia (si es que no lo tiene por sí misma) a partir de la modernidad occidental, las reflexiones se han enfocado en el individuo y no así en su colectividad. La fiesta de despedida (Tal Granit, Sharon Maymon, 2014) abre con el diálogo por teléfono entre Zelda y Elohim, la voz de Dios que la invita a seguir su tratamiento contra el cáncer. Movimientos pausados, cámara fija y una paleta ocre y neutra nos dan la pauta de todo el filme: el humor.
Yehezkel (Ze’ev Revach), un inventor que vive en una casa de retiro con su esposa Levana (Levana Finkelshtein) es la voz de Elohim, uno de sus ingenios para ayudar a sus amigos a sobrellevar la tercera edad. La muerte, uno de los puntos de quiebre del filme, ronda por las habitaciones de la casa de retiro. El mejor amigo de Yehezkel (Max) no puede valerse por sí mismo, por lo que le pide que lo ayude a hacer la transición. La primera dicotomía se presenta: Levana considera un acto de egoísmo que su amiga Yana (Aliza Rosen) esté de acuerdo en ayudar a su esposo Max, y una actitud cobarde por parte de él. ¿Cuál es el sentido de la existencia si uno ya no puede valerse por sí mismo, si el dolor sobrepasa los momentos de calma? Las respuestas se disparan, y más en una sociedad permeada por la religión desde hace 20 siglos. En algún momento de la película se trata de esbozar un argumento en el que la vida tiene sentido aun si sólo se puede mover un dedo; se pude escribir un libro acerca del universo. Sin embargo, no todos tenemos las mismas condiciones materiales para tener determinada calidad de vida, ni el genio de Stephen Hawking.
Yehezkel construye una máquina que a través de accionar un botón libera las cantidades necesarias de sedantes y sustancias para morir. Max elige la muerte, despidiéndose de sus amigos y su esposa. La grabación los exime de culpa, al menos teóricamente. En un universo que es habitado por personas mayores, será inevitable que la máquina de la buena muerte sea requerida por aquellos que se han quedado sin posibilidades.
La eutanasia, omitiremos las variaciones de la misma y discusiones contemporáneas de bioética, es la “acción u omisión que acelera la muerte de un paciente desahuciado, con o sin su consentimiento para evitar el sufrimiento y dolor”. En el planteamiento de Granit y Maymon, las lecturas transitan entre opuestos que tratan de reconciliarse, expandirse y comprenderse, la más recurrente entre asesinato y liberación. Una de las virtudes del filme es que a pesar de las discusiones planteadas en términos legales y éticos, la tensión es rebasada por el montaje sutil que lleva al espectador a la risa, o al menos a la ironía. Los directores apuestan por la vida, pero no a costa de todo y mucho menos por obligaciones sociales. Personas mayores que no se avergüenzan de sus cuerpos desnudos, que tienen claridad en sus deseos (la homosexualidad entre el doctor Daniel, –quien nos recuerda la ternura de Hal, un magnífico Christopher Plummer en Begginers, (Mike Mills, 2010)– y el ex policía Raffi, quien prefiere la costumbre y la convención social al amor, y que por momentos la fraternidad los conduce a momentos memorables: el festejo de lo corpóreo, lo lúdico y lo afectivo de Levana; la secuencia mejor lograda.
Levana tiene la enfermedad del olvido, de la pérdida de memoria. ¿Qué somos, sino memoria, sino tiempo específico? ¿Cómo vivir sin uno mismo? ¿Cómo enfrentar lo cotidiano sin saber que es cotidiano? Hacer la elección adecuada puede terminar por quebrarnos (Million Dollar Baby, Clint Eastwood, 2004) si es que participamos de forma activa, o puede liberarnos (Mar adentro, Alejandro Amenábar, 2004). Vivir sin uno mismo es elegir la muerte.
Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)
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